El peregrino sabe que la carga más densa no cabe en el morral. No son los calcetines de repuesto ni la cantimplora, sino las preguntas que llevan años rebotando en el pecho: ¿Qué hubiera pasado si…? ¿Por qué no dije…? ¿Cuándo dejaré de…? Son pesos sin forma que se anudan en los hombros como una segunda piel.
Todos cargamos algo: duelos que no encuentran tumba, culpas que se clavan como piedras en los bolsillos, sueños que se oxidan por miedo a fracasar. ¿Qué llevas tú en esa mochila invisible que te acompaña incluso cuando estás quieto?
El cuerpo nunca miente. Un hombro elevado no es solo tensión muscular: es el gesto de quien carga expectativas ajenas. La espalda encorvada no habla solo de mala postura, sino de responsabilidades que doblan el alma. Y en esos momentos dedicados al cuidado personal, donde el tiempo parece dilatarse, no se trata de «arreglar» lo que duele, sino de crear un alto en el camino para preguntarte: ¿Qué necesito soltar? Porque el alivio físico, cuando es profundo, despierta grietas por donde escapan emociones atrapadas.
El Camino enseña que avanzar no depende de la fuerza, sino de la sabiduría para dejar atrás lo que nos frena. No es renuncia, sino liberación. Imagina un espacio donde el silencio no juzga, donde el tacto no corrige, donde el calor no quema, sino que ablanda las costras de lo no dicho.
Llegar a Santiago no es la meta. La verdadera conquista es aprender a caminar sin arrastrar fantasmas. ¿Y si hoy, en medio del ruido, encuentras un instante para desatar aunque sea un nudo de esa mochila? El viaje continúa, pero quizá, con menos peso, el horizonte se vea más claro.
