En el Camino, hay etapas donde el paisaje se vuelve íntimo: solo tú, el crujir de tus botas y el viento que acaricia los campos. No hay compañía más honesta que la de uno mismo. Esa soledad no es vacío, sino un espejo donde, por fin, puedes verte sin disfraces. ¿Cuándo fue la última vez que te permitiste estar a solas contigo, sin prisa ni agenda?
La vida moderna nos enseña a temer la soledad, a llenarla con ruido y pantallas. Pero en esos momentos dedicados al cuidado personal —donde el tiempo se desvanece y el mundo exterior se difumina—, la soledad se transforma.
No es aislamiento, sino encuentro. Un masaje en silencio no es solo un gesto terapéutico: es un diálogo sin palabras con lo que llevas dentro. El agua caliente del jacuzzi no es solo relajación: es un abrazo líquido que te recuerda que perteneces a ti mismo.
Es un espacio donde las máscaras caen y las preguntas esenciales emergen. ¿Quién eres cuando nadie te observa? ¿Qué sueños has enterrado bajo capas de rutina?
No se trata de huir del mundo, sino de reconectar con tu propia esencia. La soledad, cuando es elegida, no es un castigo: es un santuario. Y en ese refugio, encuentras la compañía más fiel: la tuya.